Mi nombre es Ritter Metzler. Soy un escritor, o más bien debería decir que lo era. Esté será, posiblemente, el último escrito que publicaré, si es que alguna vez llega a ver la luz. Este relato no va a ser como todos los anteriores que escribí. No va a haber detectives privados, ni sucesos paranormales, ni nada por el estilo. Os voy a contar mi último año de esta vida de escritor; como perdí mi facultad de imaginar cuando mis 'musas' me abandonaron.
Como toda historia, hay una fecha de comienzo. Para esta, es el 17 de Febrero de 1992. Recuerdo el día, porque fue el día que mi hermano falleció. Yo tenía 31 años (Actualmente, 34) y me estaba dedicando, por enésima vez, a escribir una novela. Nunca he conseguido crear una novela que me convenciese del todo. Empecé con esta afición a los 18 años, justo al entrar en la universidad. Empecé la carrera de Antropología. Digo 'empecé' porque no llegué a acabarla. En el segundo año acabe abrumado de estudiar. No me gustaba el grado que estaba estudiando y ninguna otra carrera me llamaba especialmente la atención. A los 20 años había dejado la carrera. Comencé a trabajar en una academia como profesor de apoyo para los cursos de educación obligatoria. El sueldo no era nada del otro mundo. Vivía solo en un pequeño piso de alquiler con derecho a compra.Era un apartamento simple, sin nada en especial. Lo más moderno que había en él era un ordenador que me había podido permitir para poder escribir mis relatos. Me gustaba la escritura a mano, pero la comodidad de una computadora no se comparaba ni lo más mínimo.
Le dedicaba casi todo mi tiempo a la escritura o a mi trabajo. De vez en cuando ponía alguno de mis vinilos en el tocadiscos y dejaba las horas pasar mientras sonaba "Stairway to Heaven" de Led Zeppelin o "Child in Time" de Deep Purple. Ambas canciones hacían que mi mente se quedase en blanco y viajase a otro mundo, como cuando lees una novela.
En un mes llegaba a escribir uno o dos relatos, de unos 4 folios cada uno. Lo debía compaginar con mi trabajo y con las tardes con mis amigos, que tampoco eran muchas. Con el tiempo lo asumí fácilmente. Dos años después de esto, después de todos los relatos que había escrito, me decidí por una novela por primera vez. Quería comenzar con algo sencillo, pero nunca es fácil escribir una novela. Trataba sobre un misterio que le encomendaban resolver a un detective. Este misterio giraba alrededor de una desaparición que finalmente tendría que ver con una serie de sectas de origen francés. La idea no cuajo y no acabé la novela. Volví a mis relatos. Me despidieron del trabajo, pero tarde poco en encontrar un nuevo empleo. Esta vez era de dependiente en una librería, cosa que no me era molesta para nada. Me gustaba convivir entre tanto libro e iba con más ganas a trabajar. En mis ratos libres buscaba novelas para comprar y todas las semanas acababa llevándome una o dos. Recuerdo que la primera que compré fue Casa desolada de Charles Dickens.
Ese trabajo revivió mi interés por la escritura de novelas de nuevo. Comencé una novela de nuevo y está si la conseguí acabar. Trataba sobre un hombre que un día despertaba en la calle y no recordaba nada. Solo poseía la ropa que tenía y una chapa militar con dos letras: M.L. La historia se desarrolla en Nueva York en el año 1960. Al final, el extraño hombre resultaba no ser nadie. No existía, pero el hecho de no recordar y conocer a la gente, le hacen crear su propia vida. Era una novela muy corta. Creo recordar que me ocupó unos 70 folios a máquina. La novela se publicó en una pequeña editorial con una tirada de 2000 ejemplares. Las ventas no fueron muy buenas, por lo que no la reeditaron. Aunque mis ánimos habían subido, no imaginé nunca que me iba a ser tan duro afrontar las pocas ventas de mi novela.
Después deje de escribir por un tiempo tanto novela como relatos. Le dediqué más tiempo a mi vida fuera de ese pasatiempo y comencé a salir con algunas chicas. Todas eran relaciones pasajeras: una charla corta, unas copas y una noche de sexo. No buscaba ataduras ni las busco ahora; mi vida de solitario es bastante completa.
Años después escribí la que sería mi última novela completa. Se titulaba La noche en el camino. La historia era sencilla, directa y atractiva. Una joven de 24 años pierde su rumbo de ser. Se da cuenta de que todo lo que hay a su alrededor no la satisface por completo. Hasta hacía unos días, ella era feliz. Tenía pareja estable, un puesto de trabajo de enfermera en un hospital, una casa a medio pagar. Todo eran ventajas. Pero un día encuentra un libro bastante antiguo, que rezaba en su portada La noche en el camino. Este libro era distinto a todos los demás, ya que en él describía lo que tu querías que describiese. La joven, por el contenido del libro, se dio cuenta de ese vacío que había dentro de ella. Un día, de buenas a primeras, se marcha de viaje hacia los montes de China. Allí conoce un par de aventureros que buscaban escalar una montaña. La joven, aunque inexperta, decide probar suerte. Era una escalada sencilla por lo que no hubo inconvenientes. En la cima, los tres jóvenes, se encuentran un pequeño santuario budista. La mujer se queda asombrada. Aprende su modo de filosofía de vida, sus costumbres y en el último momento de su estancia allí, decide quedarse. Finalmente, descubrimos que ese santuario no es más ni menos que Shangri-La, el paraíso utópico creado por Hilton James en Horizontes perdidos.
La novela tuvo muy buena acogida. Se realizaron tres ediciones de grandes tiradas cada una. No puedo decir que estuviese triste. Estaba viendo cumplir mi sueño. El día que envié la novela era el 12 de Febrero de 1992, cinco días antes de aquel suceso.
Esos días los pasé lejos del mundo de la literatura. Pedí una semana libre en mi empleo, que no dudaron en dármela. Visité a mis padres, tomé unas copas con mis amigos y tuve sexo con más de una desconocida. Mi vida era perfecta.
La mañana del 17 de febrero tuve una idea para un relato, pero cuando me puse frente a la pantalla del ordenador con los dedos sobre las frías teclas, estos no se movían. Parecía que los nervios de mis manos habían sido eliminados. No respondían a mis pensamientos. Era como si alguien hubiese borrado las palabras de mi mente para escribir.
Me pasé el día en el bar tomando whisky. Odio el whisky, y más si es alemán, pero necesitaba algo para obviar lo que había sucedido hoy. A la mañana siguiente lo intenté de nuevo y no pude. Mis manos estaban paralizadas. Probé a escribir otro tipo de cosas: lista de la compra, días de cumpleaños, cartas personales... Y lo más curioso es que sí podía hacer eso. Pero cuando intentaba relatar algún suceso imaginario, mis manos se quedaban en rigor mortis y tenía que dejar de escribir.
Hasta el día de hoy no se ha solucionado el problema. Puedo reescribir mis propias obras o las de otra persona siempre y cuando no cambie nada. Puedo relatar mi vida, como estoy haciendo ahora, pero cada vez que intento escribir un nuevo relato, mis manos mueren. Fui a médicos especialistas, a psicólogos y nadie ha podido resolverme este problema.
Mis musas han muerto y con ellas, mis manos dejaron de ser escritoras.
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