domingo, 5 de enero de 2014
2 - Materialismo absurdo.
El sabor del Philip Morris no era el del mejor tabaco del mundo, ni mucho menos, pero dejaba en la boca una sensación mas ligera que cualquier otra marca. El joven odiaba el tabaco negro. Cada calada de ese tipo de tabaco le proporcionaba una sensación de estar cortando su propia traquea. Por otro lado, el tabaco rubio le producía ese placer insano que le relajaba lo suficiente.
Cuando terminó el cigarrillo miró de nuevo el reloj de la estación. Aun faltaban quince minutos para el tren y no quería agotar más sus existencias de aquel vicio. No tenía demasiados vicios: algún cigarrillo suelto, el café y la lectura. Sobre todo la lectura. Nunca podía estar sin leer un libro y eso le frustraba. Tenía que acudir a librerías y bibliotecas constantemente para encontrar lo que buscaba. Los libros con trasfondos serios no eran muy abundantes. Todo eran o novelas históricas o novelas adolescentes de poderes mágicos que surgen de la nada. Era algo que le cabreaba en el fondo. Miles de escritores en el mundo y el 80% de ellos únicamente pensaba en sus ventas. La literatura cada vez era menos pura, por eso se lanzó a leer literatura de los siglos XIX y XX (de este último hasta la década de los 70 únicamente). Entre sus libros favoritos tenía Horizontes Perdidos de Hilton James, El Gran Gatsby de Scott Fitzgerald y 1984 de George Orwell. Esta última le había cambiado la percepción del mundo tal y como era. El Gran Hermano del que se hablaba era una metáfora impresionante del control que ejerce la gente con poder sobre los débiles, incluso si desconoces quien lo posee. Aquella novela la había leído cientos de veces y nunca se cansaría. Orwell era un visionario y supo plasmar a la perfección la sociedad putrefacta en la que siempre estará sumido el mundo.
Los minutos pasaban lentamente mientras aquel chico pensaba en todos los libros que había leído. Libros de todo tipo de culturas. Alexandre Dumas también le había sorprendido bastante. Todos le conocen por Los tres mosqueteros pero para el joven, su obra maestra es El conde de Montecristo. Es la prueba fehaciente de que el hombre vive y muere por algún fin, que en este caso es pura venganza.
Ese tipo de novelas ya no se escribían. Todo era simple ansia comercial. Dinero, dinero, dinero. Todos los días oía esa palabra. Gente pidiendo dinero, gente quejándose de su escasez o gente deseando tener aun más. La sociedad se había convertido en una sociedad materialista, pero era algo inevitable.
En aquel momento el tren llegó a la estación. No había mucha gente esperándolo. Solo una madre con su hija de unos 4 años de edad. Se notaba que era una familia que no escatimaba en gastos. La madre llevaba un conjunto que parecía costar tanto como un riñón y la niña llevaba un vestido infantil hecho de una tela bastante cara. Ambas iban bastante abrigadas pero sin perder ese glamour que intentaban aparentar.
En la otra punta del andén estaba un señor de unos cuarenta y muchos años con un sombrero similar a los de marca Borsalino que llevaba su padre. Era de color gris. El hombre lo conjuntaba con un traje y una gabardina de color gris ambas cosas, pero no del mismo tono. La gabardina era mucho más oscura y poseía enormes bolsillos. El hombre transportaba un maletín en el que llevaría cualquier tipo de papeles: cuentas del banco, informes de su empresa o simplemente nada. Nadie podía decir que aquello era apariencia pura.
Las pocas personas del andén entraron en el vehículo y se sentaron lo más alejado posible los unos de los otros. Como era de esperar, el tren estaba casi vacío, por lo que encontrar asiento fue bastante sencillo.
El chico sacó el libro que había traído y buscó algún relato que pudiese llamarle la atención. Encontró uno del que había oído hablar: El diablo de la botella. Comenzó entonces a leerlo.
El relato trataba de un hombre hawaiano que busca conocer mundo. En un viaje a San Francisco encuentra a un hombre que posee una botella en la cual todos los colores del universo habitan. El hombre le dice al hawaiano que en ella habita un demonio capaz de cumplir cualquier deseo excepto el de alargar la vida de alguien y que la condición para traspasar la botella es venderla por un precio menor al que la has comprado. Si no se vende la botella antes de la muerte, el dueño estará condenado al infierno. El hawaiano queda fascinado y decide comprar aquella botella. El hombre desea tener una gran casa y el demonio se lo concede. Ese mismo día el hawaiano recibe una herencia de unos familiares suyos que mueren y construye una casa. El hombre se acaba casando y como ya es feliz, vende la botella.
Tiempo después le diagnostican la lepra, por lo que, como loco, busca comprar la botella de nuevo. Cuando la encuentra se da cuenta que está a un centavo, pero él la acaba comprando para evitar el sufrimiento de alejarse de su mujer y de su casa. Su esposa, para que no sufra tras su muerte en el infierno, decide hacer junto a él un viaje a Tahití donde la moneda que tienen posee valores menores al del centavo.
En aquel lugar todos eran excesivamente supersticiosos. La mujer, para que su amado no sufra, convence a un anciano a comprarla por 4 céntimos mientras que ella después se la compra por 3. El hawaiano se entera de tal acto y entonces habla con un marinero que acepta a comprársela por 2 centavos y después el marido la compraría por 1. Finalmente, el marinero, al ver que su deseo de tener alcohol durante toda su vida, aunque vaya a sufrir los estragos del infierno, se queda la botella, dejando que la pareja viva feliz en su casa de ensueño.
Cuando acaba de leer la historia, cierra el libro y se da cuenta que solo faltan 5 minutos para llegar a la ciudad de sus padres. No sabía si estaba o no feliz de verles. Nunca se había llevado bien con su padre. El siempre le iba a echar en cara que no estudiase algo de provecho. Su madre nunca le decía nada. Ella era una mujer amable y había apoyado todo lo que hacía su hijo siempre que fuese una decisión de corazón.
El tren arribó en la estación. El joven recogió las cosas que llevaba y salió. Respiró el aire cargado de la zona por primera vez en casi un año. Entonces se sacó otro cigarrillo y comenzó a fumar mientras miraba marcharse el tren. Lo último que pensó antes de que el tren se desvaneciese en el horizonte es si podría aguantar de nuevo, durante dos días todas las críticas de su padre.
(Continuará)
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